Razón
religiosa y razón secular.
Por
Juan Bautista González Saborido
Abogado
USAL, Magister en Ciencias de la Legislación, Investigador, Profesor de Derecho
Comercial II, de Derecho Regulatorio de los Mercados (USAL) y Profesor de Doctrina Social de la Iglesia
(UCA). Correo electrónico: jb.gonzalezsaborido@usal.edu.ar.
Resumen
Un
auténtico desarrollo del hombre, no se asegura sólo con el progreso técnico y
con meras relaciones de conveniencia. Solamente un humanismo abierto al
Absoluto nos puede guiar en este camino de modo que abra la conciencia del
ser humano a relaciones recíprocas de libertad y de responsabilidad.
En materia de derechos humanos no se puede excluir
todo el desarrollo que realizó el magisterio católico y el resto de las grandes
tradiciones religiosas sobre el fundamento religioso de la dignidad humana y el
valor intrínseco de las personas.
Palabras
clave:
Dignidad
Humana- Religión- Ciencia.
Human
Dignity- Religion- Science.
Publicado en Red Rucoc nº1. La revista de las facultades de derecho.
https://revistas.ucalp.edu.ar/inde.../redrucoc/issue/view/40
1.-
Introducción:
El
progreso de la ciencia y de la técnica en las últimas décadas es algo
asombroso. Los adelantos operados en materia de inteligencia artificial,
robótica y biotecnología son realmente disruptivos y maravillosos. Pero cuando
analizamos la cuestión de los valores espirituales, el progreso ya no es tan
nítido. Es más, se generan dudas respecto a si realmente hemos progresado desde
la época del Renacimiento o incluso de la Edad Media.
Últimamente se ha desarrollado una fuerte polémica
respecto a la Inteligencia Artificial por su capacidad para dominar los
discursos, especialmente el discurso público, como así también por su capacidad
de controlar: el sentido de la realidad, la cultura y hasta la educación. A su
vez, en materia de biotecnología es vertiginoso el avance en las técnicas de
manipulación genética, en la clonación, en las terapias génicas y en el
trasplante de órganos de animales en humanos.
El Papa Francisco, en la
encíclica Laudato Si del año 2015, sin dejar de reconocer los impresionantes
logros y avances científicos del último siglo, ya había formulado una
contundente crítica tanto al paradigma científico tecnológico como a las formas
de poder que derivan del mismo, y lanzó la invitación a buscar nuevos modos de
entender la economía y el progreso.
En dicho documento señaló
que no podemos ignorar que los adelantos científicos y
tecnológicos nos dan un tremendo poder. Un poder que en realidad no disfruta
toda la humanidad, sino quienes tienen el conocimiento, y sobre todo la
capacidad económica para utilizarlo, lo cual otorga un dominio impresionante
sobre el conjunto de la humanidad y del mundo entero.
En ese marco, cuestionó que
se tienda a creer ingenuamente que todo incremento del poder técnico constituya
sin más, un progreso, un aumento de seguridad, de utilidad, de bienestar, de
energía vital, de plenitud de los valores, como si la realidad, el bien y la
verdad brotaran espontáneamente del mismo poder tecnológico y económico.
Agregó, que el hombre
moderno no está preparado para utilizar el poder con acierto, porque el inmenso
crecimiento tecnológico no estuvo acompañado de un desarrollo del ser humano en
responsabilidad, valores y conciencia[1].
En este contexto, planteamos que la defensa del ser
humano, de su dignidad, de su personalidad, de su carácter único, irrepetible e
insustituible, de su modo de ser y de su cultura, contra la lógica del
paradigma tecno económico imperante, se convierte en una cuestión central. Los
cambios vertiginosos que estamos viviendo repercuten fuertemente en el derecho
en general y particularmente en el campo de los derechos humanos, colocándolo
en crisis. En efecto, surgen corrientes culturales y de pensamiento, algunas de
matriz cientificista y otras nihilistas, que cuestionan las bases ontológicas
del hombre y, en consecuencia, su dignidad inalienable.
Este cuestionamiento, conlleva una paulatina
relativización de la importancia de los derechos humanos como sistema
protectorio de la dignidad humana. Esto, podría dejar liberado el campo para el
avance de lo que se conoce como el imperativo tecnológico. Vale decir que “todo lo que técnicamente es posible, será
axiológicamente deseable” y que el hombre mismo quede subordinado a esta
lógica.
En la defensa del ser humano el derecho cumple un rol
sustancial, en primer lugar, debido a su dimensión normológica que regula
derechos y obligaciones. Pero, además, el orden jurídico también tiene una
dimensión antropológica al garantizar a cada persona la preexistencia de un
mundo dado, su identidad a largo plazo y la posibilidad de transformar ese
mundo e imprimirle su propia huella. El derecho, como una de las
manifestaciones de la cultura junto a la lengua, tiene la característica de dar
sentido a la vida social[2].
En este ensayo intentaremos profundizar en dicha
dimensión antropológica para lo cual consideramos de singular importancia
rescatar la necesaria armonía y equilibrio que debe haber entre la razón
secular, científica o filosófica y la razón religiosa que se fundamenta en la
fe. Cuestión sobre la que advertimos que existen líneas de continuidad entre el
magisterio de Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco.
2.-
La necesidad de la armonía y el equilibrio entre la razón religiosa y la razón
secular:
En
la encíclica Fides et Ratio de Juan
Pablo II se postula, con singular
lucidez, la necesidad de recuperar la armonía fundamental entre el conocimiento
filosófico y el teológico que proviene de la fe. Ello debido a que la fe, lejos
de ser irracional, requiere que su objeto sea comprendido con la ayuda de la
razón, lo cual es materia de reflexión de la teología, y la razón, por su lado,
en el punto límite de su búsqueda, admite como necesario lo que la fe le
presenta como verdadero.
El
vínculo equilibrado entre la razón religiosa (la fe) y la razón filosófica y
científica, es muy fecundo porque se amplía el horizonte de conocimiento del
hombre. Igualmente conviene aclarar que la unidad y la armonía entre
la fe y la razón de todos modos distinguía claramente sus
diversos objetos y métodos, sin confundirlos.
Sin
embargo, a partir de la baja Edad Media la legítima distinción entre los dos
saberes se transformó progresivamente en una desdichada separación. Debido al
excesivo espíritu racionalista de algunos pensadores -especialmente a partir de
la ilustración europea- se radicalizaron las posturas, llegándose de hecho a
una filosofía y a unas ciencias separadas y absolutamente autónomas respecto a
los contenidos de la fe.
En
esa senda, lo cierto es que el gran proyecto ilustrado de poner a la razón
humana, como el logro supremo del hombre fracasó. Y ello –precisamente- porque se
encorsetó a la razón en el molde propio de su condición humana, llena de límites,
y así se la desvinculó de todo horizonte metafísico trascendente. Lejos de
pensar con más amplitud, lo que se produjo fue una singular restricción de
la inteligencia y del razonamiento en general.
Asimismo,
esta separación, en el ámbito de la investigación científica generó que
paulatinamente se vaya imponiendo una mentalidad positivista. La misma, no
sólo se fue alejando de cualquier referencia a la visión cristiana
del mundo, sino que fue olvidando y despreciando toda relación
con la visión metafísica y moral de la realidad.
Una
de las consecuencias de este proceso es el paulatino oscurecimiento del
valor de la persona y de su dignidad intrínseca e inalienable y que se
cuestione que el hombre sea el fundamento, el fin y el sujeto del ordenamiento
social, político y económico[5].
Este
oscurecimiento llega al punto donde algunos científicos, carentes de referencia
ética, dejan de poner en el centro de su interés a la persona y la globalidad
de su vida. Es más, algunos de ellos, conscientes de las potencialidades
inherentes al progreso técnico, parece que ceden, no sólo a la lógica del
mercado, sino también a la tentación de un poder demiúrgico sobre la naturaleza
y sobre el ser humano mismo.
En este
marco, consideramos que vale la pena revisitar algunas de las reflexiones que
realizaron Joseph Ratzinger y Jürgen Habermas[7] sobre el denominado "imperativo
tecnológico" del paradigma vigente para discernir cuáles son sus profundas
consecuencias y peligros, pero fundamentalmente, de qué manera la
humanidad puede resolver dichos desafíos y revalorizar la relevancia de la
dignidad humana como fundamento de los derechos humanos.
3.-
La autosuficiencia de la técnica y la necesidad de ampliar el horizonte de la
razón:
La
primera cuestión que abordaron es lo que se denomina la autosuficiencia de la
técnica. Esto significa que, frente al poder de la tecnología, el hombre ya no
se pregunta el “para qué” de los incesantes adelantos, ni tampoco sus
implicancias éticas.
Así
pues, el fruto de la “autosuficiencia de la técnica” para
Ratzinger, será que “el hombre se pregunta sólo por el cómo, en vez de
considerar los porqués que lo impulsan a actuar”. De esta forma, se
consolida una “mentalidad tecnicista, que hace coincidir la verdad con
lo factible” lo
cual conlleva a una mutilación de la realidad, reduciendo su misterio, su
riqueza y su esplendor. Para la mentalidad tecnicista lo que importa ya
no es la satisfacción de aquello que llamamos verdad, sino solamente la
operación correcta y el procedimiento eficaz.
Más
adelante Ratzinger sostiene que “el verdadero desarrollo no consiste
principalmente en hacer. La clave del desarrollo está en una inteligencia capaz
de entender la técnica y de captar el significado plenamente humano del
quehacer del hombre, según el horizonte de sentido de la persona”.
Esto significa que hay que volver a ubicar la técnica al servicio del hombre y
de su desarrollo integral y no a la inversa.
No
vamos a poder encontrar el sentido de la técnica, si subordinamos la grandeza
del hombre al mero desarrollo tecnológico. Por el contrario, la persona humana
es y debe seguir siendo, el principio, el fundamento y el fin del ordenamiento
político, social, económico y tecnológico. O, dicho de otra forma, la
técnica debe servir y no dominar.
Luego
de señalar el problema de la autosuficiencia de la técnica y la necesidad de
captar el significado plenamente humano de la misma, Ratzinger plantea que para
resolver el problema de “la autosuficiencia de la técnica”, no es posible
refugiarse nostálgicamente en un pasado que no vuelve.
Esto
sería una mera ilusión sin arraigo en la realidad. Lo más razonable para él, es
reconocer lo que tiene de
positivo el desarrollo moderno del espíritu, por lo que no merece la
pena retroceder o hacer una
crítica negativa, sino ampliar nuestro concepto de razón y de su uso.
Ampliar
el concepto de razón y de su uso, es recuperar el sentido de la trascendencia. Junto
a ello, también es singularmente importante rescatar un modo de habitar contemplativo
y poético, que esté abierto al misterio, que genere la capacidad de
transfigurar la realidad con la palabra y de intuir la presencia de lo sagrado
en la realidad. En lo que respecta a la persona humana, es tener la capacidad
de ver en el “otro” el reflejo de la gloria de Dios.
4.-
Importancia del dialogo profundo e intercultural frente al relativismo ético:
Además
de ampliar el concepto de razón y de su uso en el sentido señalado, es también necesario
el ejercicio del diálogo, de un dialogo profundo e intercultural. Sin embargo,
no hay que confundir en dicho ejercicio el valor de la tolerancia y la amplitud
de horizonte con el relativismo ético.
En
ese sentido, Ratzinger tiene el convencimiento de que el relativismo ético,
lejos de dejar abierto un apacible campo de diálogo social, sólo sirve de
entrada a un individualismo egocéntrico en donde predominan los intereses
subjetivos dominados por el deseo. Con la entrada del individualismo, triunfa
el utilitarismo economicista, que es completamente incompatible tanto con la
antropología cristiana como con una crítica lúcida al capitalismo contemporáneo
como la que realiza Habermas.
En
efecto, en 2001 Habermas publicó un libro titulado El futuro de la
naturaleza humana. ¿Hacia una eugenesia liberal?",
en el que se enfrentaba a los desafíos provocados por la acelerada expansión de
las biotecnologías. En el desarrollo ilimitado de las mismas, Habermas percibe
una manifestación más de la colonización del mundo de la vida por imperativos
sistémicos. El imperativo sistémico al que se refiere Habermas sería el del
dinero.
En
ese libro, el autor alemán llega a sostener que la posibilidad de modificar el
genoma humano y la selección libre del patrimonio genético que la ciencia hace
posible, termina tecnificando las relaciones interpersonales y poniendo en
entredicho la auto comprensión de la especie humana.
En
ese orden de ideas, un punto central de su preocupación es la posibilidad de
sustitución tecnológica de lo “engendrado” a través de las
relaciones humanas entre varón y mujer, por lo "manufacturado" en
un laboratorio. Esto último lo lleva a preocuparse seriamente por el futuro de
la naturaleza humana. Más adelante, reflexionando sobre su ya mítico Lebenswelt (mundo
de la vida), Habermas señala que “nuestro mundo vital está en cierto
sentido constituido aristotélicamente” es
decir que la realidad tiene un “telos” o causa fin, y por ello recuerda la
distinción del estagirita entre teoría, técnica y praxis.
Sin
embargo, en la modernidad las ciencias naturales pasaron de esa observación
desinteresada, a realizar una intervención técnica, destinada a someter a una
naturaleza “desalmada”, o “desencantada”, y desprovista
de finalidad. Y aclara este autor, que las consideraciones sobre la naturaleza,
incluyen también a la naturaleza del ser humano. Vale decir, que en la Modernidad
la praxis se tecnificó, presa de una “lógica de aplicación”,
dominada por el utilitarismo, con una deriva que termina cuestionando la “función
directiva de la praxis propia de la moral y el derecho.”.
Para
comprender la cuestión de la técnica desde la perspectiva habermasiana, es muy
relevante la entrada en juego de la biotecnología y sus enormes posibilidades
de manipulación del hombre. Esta entrada, genera la obligación de plantearse si
habrá que comportarse autónomamente,
con el apoyo tanto de consideraciones éticas personales como de una regulación
pública de la biotecnología basada en una democrática conformación de voluntad, o si todo consistirá
en actuar arbitrariamente de
acuerdo con preferencias subjetivas, que encuentran satisfacción en el mercado.
Esto
es, que como la biotecnología tiene la posibilidad de "producir"
seres humanos a la carta, el dilema es si se regula legislativamente dicha
posibilidad, o si dejamos que la naturaleza humana se mercantilice y sea un
bien más en el mercado. El dilema ética-mercantilismo queda así meridianamente
expuesto, como así también la posibilidad de que el ser humano se transforme en
una mercancía más que se compra y se vende en función de deseos, ahora
convertidos en derechos subjetivos, con el fuerte menoscabo que ello implica
para su dignidad.
Para
Ratzinger el hecho de que la razón secular (moderna) se confunda o se limite a
la mera razón tecnológica o utilitaria implica que la "técnica" puede
acabar entendiéndose como un instrumento “de la libertad absoluta, que
desea prescindir de los límites inherentes a las cosas.”. En efecto,
es tal el poder de la técnica que el hombre puede renunciar a reconocer un
límite objetivo para su utilización. Ello lleva a que Ratzinger
diagnostique que “el peligro del mundo occidental” es
que “se rinda ante la cuestión de la verdad: Y eso significa al mismo
tiempo que la razón, al final, se doblega ante la presión de los intereses y
ante el atractivo de la utilidad, y se ve forzada a reconocerla como criterio
último”.
Para él, ética o mercado, a su modo, también están contrapuestos.
Frente
a estos dilemas, Ratzinger no tiene la menor duda de que “escuchar las
grandes experiencias y convicciones de las tradiciones religiosas de la
humanidad, especialmente las de la fe cristiana, constituye una fuente de
conocimiento; oponerse a ella sería una grave limitación de nuestra escucha y
de nuestra respuesta”. De ahí que haya que mostrar “la valentía
para abrirse a la amplitud de la razón, y no la negación de su grandeza”.
Y prosigue: “En
la actualidad, la bioética es un campo prioritario y crucial en la lucha
cultural entre el absolutismo de la técnica y la responsabilidad moral”. Nos
encontramos ante “un ámbito muy delicado y decisivo, donde se plantea
con toda su fuerza dramática la cuestión fundamental: si el hombre es un
producto de sí mismo o si depende de Dios. Los descubrimientos científicos en
este campo y las posibilidades de una intervención técnica han crecido tanto
que parecen imponer la elección entre estos dos tipos de razón: una razón
abierta a la trascendencia o una razón encerrada en la inmanencia”.
Asimismo, con este poder “demiúrgico” que surge de la
técnica, la tentación de ponerse a construir al hombre adecuado (al hombre que
hay que construir), la tentación de experimentar con el hombre, la tentación
también de considerar quizá al hombre o a cierto grupo de hombres como basura,
como sobrantes y de dejarlos de lado y excluirlos, ya no es ninguna fantasía de
moralistas hostiles al progreso[16].
5.- Frutos
posibles del dialogo intercultural:
Según
Ratzinger “la racionalidad del quehacer técnico centrada sólo en sí
misma se revela como irracional, porque comporta un rechazo firme del sentido y
del valor”. Atraída por el puro quehacer técnico, la razón sin la fe
se ve avocada a perderse en la ilusión de su propia omnipotencia y por su parte, la fe sin la razón corre el riesgo de
alejarse de la vida concreta de las personas. En consecuencia, concluye
que la sabiduría de las grandes religiones y de sus culturas no es algo que se
pueda dejar de lado “como una especie de
“quantité négligeable (de magnitud
despreciable)”.
Por
estos motivos, Ratzinger, devenido en el Papa Benedicto XVI el 11 de mayo de
2010 en pleno vuelo hacia Lisboa, frente a periodistas señaló: “una
cultura europea, que fuera únicamente racionalista no tendría la dimensión
religiosa trascendente, no estaría en condiciones de entablar un diálogo con
las grandes culturas de la humanidad, que tienen todas ellas esta dimensión
religiosa trascendente, que es una dimensión del ser humano. Por tanto, pensar
que hay sólo una razón pura, antihistórica, y que ésta sería la razón, es un
error”.
Que
un teólogo que luego fue Papa afirme todo esto no puede sorprender a nadie,
pero el propio Habermas no tendrá tampoco nada que objetar; muy al contrario:
se cuestionará si es “la ciencia moderna una práctica que puede
explicarse completamente por sí misma” y, sobre todo, si “determina
performativamente la medida de todo lo verdadero y todo lo falso”, o
si “puede más bien entenderse como resultado de una historia de la
razón que incluye de manera esencial las religiones mundiales”.
Una
de las conclusiones que podemos sacar de estos planteos, es que frente a un
paradigma tecno científico dominado por las lógicas de poder y de lucro, que en
muchos aspectos tienen una mirada miope sobre la realidad, se hace necesario
reafirmar la necesaria complementariedad entre razón y fe. Esta
complementariedad en palabras de San Juan Pablo II significa que: “… se
ayudan mutuamente, ejerciendo recíprocamente una función tanto de examen
crítico y purificador, como de estímulo para progresar en la búsqueda y en la
profundización”.
El
dialogo entre la razón secular y científica con la razón religiosa, es lo que
permitirá que tengamos una razón ampliada que reconozca la grandeza de la
apertura a la trascendencia y que nos permita dialogar con las grandes
religiones y tradiciones de la humanidad para fundamentar -entre otras cosas-
la dignidad humana.
6.
Vigencia y continuidad en el magisterio de Francisco.
La armonía, el equilibrio y el dialogo entre la
razón religiosa y la razón secular, es un camino que ha sido continuado por el
Papa Francisco. Por ejemplo, en la encíclica “Laudato Si”, donde ha realizado un dialogo fecundo entre la
ciencia y la fe para diagnosticar los graves problemas ecológicos que afectan a
nuestra casa común y donde también ha incorporado la tradición ortodoxa al
inspirarse en el Patriarca Bartolomé I de Constantinopla para alertar sobre las
raíces éticas y espirituales de los problemas socio ambientales.
Posteriormente, el dialogo con otras tradiciones
religiosas se concretó en la declaración sobre la Fraternidad Humana realizada
junto al Gran Imán de Al-Azhar Ahmad Al-Tayyeb. Allí se invoca el nombre de
Dios creador de todos los seres humanos iguales en los derechos, en los deberes
y en la dignidad, llamados a convivir como hermanos entre ellos, para poblar la
tierra y difundir en ella los valores del bien, la caridad y la paz. Esta
declaración fue, a su vez, una inspiración para su posterior encíclica “Fratelli Tutti” de octubre de 2020.
En su magisterio, Francisco le habla a la fe de los
fieles, pero también a la razón humana y al pensamiento de creyentes y no
creyentes. A su vez, entra en dialogo con otras cosmovisiones religiosas
cristianas y no cristianas, como la ortodoxa y el islam. A
través de esta práctica busca una alianza y un punto de encuentro entre las
civilizaciones para que se asuma el compromiso central de honrar, respetar y
cuidar la dignidad de la vida humana, especialmente de los más pobres y
desfavorecidos.
Para
Francisco la dignidad común es fundamento de la fraternidad y la fraternidad es
un tema serio para la política y el poder, la filosofía y la ciencia. Ello
porque considera que en la fraternidad todo se puede ganar y que afuera de ella
todo puede ser perdido. Es tal la importancia que le atribuye, que la
propone como estilo de vida, como método de acción social y como escuela para
una nueva política.
7.
Consecuencias en la fundamentación de los derechos humanos.
En el ámbito secular, el principio de la dignidad de
la persona, está reconocido como fundamento último de los derechos humanos y
surge clara y expresamente de la Carta de las Naciones Unidas y de la
Declaración Universal de Derechos Humanos[23].
La dignidad es una categoría jurídica clave porque es
la base de todos los derechos humanos. Los seres humanos tienen derechos que
deben ser tratados con sumo cuidado, precisamente porque cada uno posee un
valor intrínseco.
En
1948, y en respuesta al horror de las dos guerras mundiales, la comunidad
internacional pensó que era importante
enfatizar el concepto de la dignidad humana en las primeras palabras de
este innovador documento, subrayando un término que ya estaba destacado en la
línea de apertura del Preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos del
Hombre (DUDH), así como en la Carta que fundó las Naciones Unidas hacía
tres años antes.
Además de su inclusión en la DUDH, la dignidad humana
se encuentra tutelada específicamente por el art. 51 de nuestro Código Civil y
Comercial. Se fundamenta en la subjetividad de la persona, no en su cuerpo o en
su apariencia. Lo que le otorga su carácter único, irrepetible e insustituible,
lo que la hace “alguien” y no “algo”, es que la persona está dotada de un
centro interior capaz de autoconciencia, autocontrol y autodecisión, con plena
capacidad para donarse a sí misma en un acto de libertad y de amor[25].
No desde la exterioridad cósica de su cuerpo, sino desde su interioridad
personal, allí donde reside el esplendor de la persona y de su dignidad.
En
plena pandemia por el coronavirus el Papa alertaba ante lo que denominó una
patología más amplia: la visión distorsionada de la persona, una mirada que
ignora su dignidad y su carácter relacional. Advertía, que a veces las personas
son consideradas como meros objetos, para usar y descartar y que este tipo de
mirada ciega fomenta una cultura del descarte individualista y agresiva, que
transforma el ser humano en un bien de consumo.
Luego,
en la encíclica Fratelli Tutti, señaló que la cultura del descarte es un estilo
de vida que no considera a las
personas como un valor primario que hay que respetar y amparar, sino que las
considera como objetos descartables, especialmente si son pobres o
discapacitadas, si “todavía no son útiles” —como los no nacidos—, o si “ya no
sirven” —como los ancianos—.
En
línea con el Concilio Vaticano II, el Papa reafirma que a la luz de la fe tenemos
la certeza de que Dios nos ha creado como personas amadas y capaces de amar; que
nos ha creado a su imagen y semejanza (cfr. Gen 1, 27). De
esta manera, a través de la fe sabemos que Dios nos ha donado una dignidad
única, invitándonos a vivir en comunión con Él, en comunión con nuestras
hermanas y nuestros hermanos y en el respeto de toda la creación. Aquí radica
el fundamento de toda la vida social y determina sus principios operativos.
Por
ello, la referencia al principio de la dignidad inalienable de la persona en la
Declaración Universal de los Derechos del Hombre, fue definida por Juan Pablo
II como como «una de las más altas expresiones de la conciencia humana».
Consiguientemente,
podemos observar como el equilibrio y armonía, entre fe y razón, florece en la
fundamentación de la dignidad de la persona humana como clave de la defensa de
los derechos humanos frente al peligro de que el hombre quede subordinado y tratado
como un objeto ante un paradigma tecno económico hipertrofiado.
8. Conclusión.
Los cambios tecnológicos, sociales, políticos y
culturales que estamos viviendo son maravillosos, pero al mismo tiempo, generan
un cuestionamiento a las bases ontológicas del hombre y por ende al fundamento
de los derechos humanos.
En este contexto, para extraer frutos provechosos del
desarrollo científico, consideramos que el dialogo y equilibrio entre la razón
religiosa y la razón secular y científica es más necesario que nunca.
En el pasado los Derechos Humanos tuvieron un origen
religioso y un desarrollo secular, fruto del encuentro entre la tradición
religiosa cristiana y la cultura ilustrada secular. Hoy, nuevamente, es necesario ese dialogo para
plantear un sólido debate para que el hombre, portador de una dignidad
inalienable, no quede subordinado al imperativo tecnológico con las
imprevisibles consecuencias éticas, sociales, políticas y culturales que ello
puede aparejar.
La discusión sobre el desarrollo científico y tecnológico
no puede quedar clausurada meramente a sus implicancias fácticas. En este
sentido, los diálogos entre Ratzinger y Habermas, han sido fecundos y mantienen
su plena vigencia y existen líneas de continuidad en el magisterio del Papa
Francisco. Si dejamos de lado el diálogo entre la ciencia y la fe, y entre las
diversas tradiciones religiosas, silenciaríamos en el ámbito público la
vitalidad discursiva de las mismas, limitando nuestra comprensión de la realidad
y debilitando el ethos cultural.
Un
auténtico desarrollo del hombre, no se asegura sólo con el progreso técnico y
con meras relaciones de conveniencia. Solamente un humanismo abierto al
Absoluto nos puede guiar en este camino de modo que abra la conciencia del
ser humano a relaciones recíprocas de libertad y de responsabilidad.
En materia de derechos humanos no se puede excluir
todo el desarrollo que realizó el magisterio católico y el resto de las grandes
tradiciones religiosas sobre el fundamento religioso de la dignidad humana y
sobe el valor intrínseco de las personas.
Por ello, es que insistimos en la necesidad de que el
discurso religioso diga “presente” al momento de abordar las más urgentes y
delicadas problemáticas científicas y culturales de nuestro tiempo en dialogo,
equilibrio y armonía con el discurso secular.
[2] Supiot, Alain, “Homo juridicus. Ensayo
sobre la función antropológica del derecho” Siglo Veintiuno Editores S.A., 2da.
Edición argentina revisada, 2012, pág. 11/12.
[16] Ratzinger, Joseph Cardenal “Sobre las
bases morales prepolíticas del Estado Liberal: Razón secular y Religión en el
Estado”; ponencia leída el 19 de enero de 2004 en la "Tarde de
discusión" con Jürgen Habermas, organizada por la Academia Católica de
Baviera.
[23] Adoptada y proclamada por la Asamblea
General en su resolución 217 A (III), de 10 de diciembre de 1948.